miércoles, 18 de junio de 2008

Zapato

Esto no es chiste: está pasando ahora.

Debo decir que un zapato tirado en la calle, en la oscura noche, parecería tonto; pero es inquietante. Es el vestigio de una presencia, por decirlo así, o la sensación de algo incompleto. Una angustia perturba mi corazón; más tarde comprenderé que sin saberlo pensé en Cromagnon.

Pero empiezo, para que me entiendan.

Vuelvo de hacer una entrevista para la facultad y no sé qué más. Ya es de noche-noche. A dos cuadras de mi casa, en la encrucijada de Bolívar, Rivadavia y el invierno, veo, tirado sobre el asfalto, un zapato. Un zapato solitario.

Paso de largo sin detenerme, por qué hacerlo, pero ya sé que algo me molesta. Por qué un zapato ahí. Qué hace un zapato ahí. Esa pregunta trivial, antojadiza, me subordina; siento que no puedo seguir mi camino como si nada. Porque no, porque hay un zapato tirado en la esquina y se trata, pienso, de un hecho extraordinario. No recuerdo jamás haber visto un zapato en esa esquina, y menos ese zapato.

No avanzo más de dos o tres pasos y me paro en seco. Mirando alrededor para asegurarme de que no haya testigos - siento como si fuera a cometer un crimen - me vuelvo. El zapato sigue ahí. Advierto, ahora que lo veo más de cerca bajo la débil luz eléctrica, que es color marrón, que la suela es negra, que tiene su correspondiente cordón y que está bastante bien conservado. Ya no recuerdo, sepan disculpar, si era del pie izquierdo o del otro.

Quién lo habrá perdido. No sé. Me inclino para observarlo mejor. Lo doy vuelta de una patadita y me asalta una sensación de familiaridad; ahora que tiene la suela contra el piso creo que se parece a unos zapatos que tuve una vez, sí, pero que tuve que tirar. En realidad, es un zapato como cualquier otro. Me desilusiono. Sí, me desilusiono un poco. Ya no me parece tan extraordinario el asunto.

Pero qué solitario. Qué triste un zapato sin un par, sin un pie. Me invade la melancolía, y el miedo.

De pronto, advierto que de adentro, de ese hueco que a alguien dejó descalzo, sale como un papelito. Lo tomo. Es un papelito, sí. Está plegado en mil partes, casi hecho un bollo. Lo desdoblo y leo el siguiente texto, escrito a mano con birome:

Quien calce ahora este zapato, conocerá en el acto la totalidad del pasado, el presente y el futuro de todas las cosas, las pertenecientes a este universo y a otros más. Quien no lo calce ahora, morirá.

Juro que intento, en un rapto de entusiasmo. Me saco la zapatilla que tengo puesta, la revoleo, me siento en el cordón de la vereda. Pero el zapato es dos o tres números más chico que mi pie. Calzo cuarenta y cuatro. Es inútil. Ni con calzador. Mientras sigo probando me acuerdo de Cenicienta y rompo a reír como un loco, en medio de la noche y el frío. Entre tanto, escucho pasos. ¡No puede ser! Sí, son pasos. Alguien se acerca desde la estación de tren.

Pienso en llevarme el zapato, pero entiendo que la oportunidad está perdida. No es un buen zapato para mí. Ya no es de mi estilo, tampoco. Pienso que nunca debí haber detenido mi marcha por un zapato tirado. Pienso que es todo una broma (y alguien me está espiando). Pienso que me tengo que ir.

Lo dejo entonces, tal como lo encontré, con el papelito arrugado ahí dentro. Tal vez el próximo que pase tenga la suerte de tener un pie más chico. O no será tan estúpido de detenerse a inspeccionar un zapato cualquiera.

(Quien no lo calce ahora morirá, decía el papel. ¡Claro! ya entiendo todo; era un acertijo. Necesito reirme otra vez. Yo, claro que voy a morir pronto. Pero eso, justo eso, ya lo sabía. Me da la sensación de que, sabiendo eso, sé también lo otro. Raro)

Finalmente llego a casa, abro la puerta y entro.

1 comentario:

Ju dijo...

Estás loco.